PRESENTACIÓN

Desde que el físico italiano Giovanni Caselli (1815-1891) desarrolló el pantelégrafo hasta nuestros días, se han elaborado todo tipo de estudios sobre la evolución de los sistemas de transmisión de imágenes a distancia. Así, se considera que la fototelegrafía (1907) del alemán Arthur Korn o el belinógrafo (1911) del francés Édouard Belin son los precedentes de la televisión, y que el disco basado en la fotosensibilidad de Paul Nipkow o el tubo de rayos catódicos del ruso Boris Rosing y de su discípulo Vladimir Zworykin se encuentran en el origen de las dos técnicas que, a principios del siglo XX, se ofrecían como fórmulas para la captación de la imagen: la mecánica y la electrónica.

Se sabe que el inicio de la explotación experimental de la televisión en Inglaterra corresponde a la BBC, asociada a la compañía de John Logie Baird (1888-1946), que perfeccionó el sistema mecánico y obtuvo, en 1926, la autorización para explotar un sistema de televisión de 30 líneas y 12,5 imágenes por segundo que, diez años más tarde, se habría mejorado hasta el punto de permitir 240 líneas y 25 imágenes por segundo. No obstante, y dejando a un lado el interés objetivo que por sí mismas pueden tener todas esas consideraciones (y su contribución imprescindible para el posterior desarrollo del medio), si nos preguntamos «de qué manera influían esos inventos sobre el conjunto de las personas», como es natural, la respuesta es que en aquellos tiempos la incidencia social del medio era prácticamente nula.

¿Cuándo empezó, pues, la televisión a ser un fenómeno de masas? En 1939, la BBC —que ya había adoptado el sistema EMI, totalmente electrónico, como estándar— emitía veinticuatro horas semanales de programación (con retransmisiones excepcionales para la época como la coronación de Jorge VI o el Derby de Epson). Pero la cobertura no superaba el área de Londres y el número de aparatos receptores a duras penas alcanzaba las veinte mil unidades. Atención, estamos hablando de hace tan sólo unos setenta años, ¡y de la televisión más avanzada del mundo!

Por aquel entonces, en los Estados Unidos de América, la NBC había iniciado sus emisiones con motivo de la inauguración de la New York World’s Fair, en 1939, desde Radio City. El número de receptores que captaban la señal no llegaba a los cinco mil. En la misma época, en Francia —donde desde 1935 la empresa Paris Television había empezado a trabajar con estándares de 180 líneas desde la Torre Eiffel—, pocos centenares de receptores (muchos de ellos colocados en lugares públicos) captaban la señal televisiva. En Alemania, durante el mes de agosto de 1936, se había transmitido el primero de los grandes eventos de la globalidad: los Juegos Olímpicos de Berlín. La Reichs-Rundfunk-Gesellschaft funcionaba en 180 líneas. La señal, realizada con veintisiete cámaras, algunas con sistema mecánico y otras con el nuevo sistema electrónico, llegó a las ciudades más importantes del país. El primer gran espectáculo de la historia de la televisión pudieron verlo 150.000 espectadores gracias a las pantallas receptoras que se instalaron en espacios públicos.

Hasta después de la segunda guerra mundial, la televisión no inició la fase de desarrollo en los países industrializados. Fue a partir de la segunda mitad del siglo XX cuando empezó a convertirse en un progresivo fenómeno social en el Primer Mundo. Hasta entonces, la televisión no influía en las personas. Interesaba a los ingenieros, a los grandes grupos empresariales y a los gobiernos de los países punteros que intuían la importancia que podía alcanzar aquel medio en el futuro. Pero en ese momento no interesaba al conjunto de la población.

En nuestro país, los primeros ensayos de emisión televisiva fueron los que presentó la empresa holandesa Phillips en el mes de junio de 1948 en el marco de la XVI Feria Internacional de Muestras de Barcelona. En el stand de Phillips Ibérica, varios televisores capturaron la señal, en 567 líneas, que se emitía desde una emisora situada en el Palacio Central, a poco más de cien metros (véase Baget, 1993). En agosto del mismo año, la compañía norteamericana RCA intentó, con desigual fortuna, la transmisión de una novillada desde la plaza de Vistalegre de Madrid hasta el Círculo de Bellas Artes. La primera transmisión en pruebas de TVE no se celebró hasta el año siguiente. Por aquel entonces la televisión ya había llegado a países como Cuba, Brasil, México o Argentina (más información en Palacio, 2001). Las emisiones regulares comenzaron para el área de Madrid el domingo 28 de octubre de 1956.

El ministro de Información y Turismo, Gabriel Arias Salgado, tras la transmisión de una misa a cargo del confesor de Franco, cerró los parlamentos con aquel discurso tan reproducido por los cronistas del medio, que empezaba así: «Hoy, día 28 de octubre, domingo, día de Cristo Rey, a quien ha sido dado todo poder en los Cielos y en la Tierra, se inauguran los nuevos equipos y estudios de Televisión Española. Mañana, el 29 de octubre, fecha del vigésimo tercer aniversario de la fundación de la Falange Española, darán comienzo, de una manera regular y periódica, los programas diarios de televisión. Hemos elegido estas dos fechas para proclamar así los dos principios básicos que han de presidir, sostener y enmarcar todo desarrollo futuro de la televisión en España: la ortodoxia y rigor desde el punto de vista religioso y moral, con obediencia a las normas que en tal materia dicte la Iglesia Católica, y la intención de servicio y el servicio mismo a los grandes ideales del Movimiento Nacional. Bajo esta doble inspiración y contando con el perfeccionamiento técnico, artístico, cultural y educativo de los programas, que han de ser siempre amenos y variados…». Ésta es una retórica que reconocerán fácilmente los lectores de cierta edad. Televisión Española amplió sus emisiones a Barcelona, llegó a Zaragoza y Castilla en 1959, a Valencia y Bilbao en 1960, a Galicia y Sevilla en 1961. No llegó a las islas Canarias hasta 1964. Mejor o peor, el desarrollo de la televisión concebida como un medio de comunicación masivo era imparable. A partir de ese momento quedaba atrás la prehistoria audiovisual de los esforzados promotores y pioneros del invento.

Si «aquella» televisión no hubiera evolucionado, yo jamás habría escrito este libro, porque a mí me interesa el medio en función de la relación que establece con las personas que lo ven. Conviene recordar que, desde el origen de los tiempos, jamás tantas personas se han pasado tantas horas como nosotros recibiendo impactos comunicativos. ¿Qué consecuencias tendrá esto en la historia de la humanidad? No sé responder con seguridad a esta pregunta. Pero ello no reduce mi interés por la aspersión de mensajes «en abierto» sobre grandes núcleos de población y concretamente en los segmentos de alta audiencia de la programación. Así pues, partiendo de este planteamiento concreto, me permitiré focalizar la atención sólo en la televisión de gran audiencia: generalista, gratuita y dirigida a la mayoría. De aquí en adelante dejaremos de lado la televisión en horas de menor audiencia, de pago, a la carta, los canales temáticos o la televisión local… Tampoco nos interesarán las diferentes aplicaciones del invento en la sociedad actual: los programas educativos, la formación a distancia, el soporte audiovisual para cursos regulados, las técnicas de videoconferencia, las aplicaciones en robótica, el uso para la ciencia y los diferentes tipos de exploración, las técnicas endoscópicas, la cirugía, la microcirugía y las intervenciones quirúrgicas a distancia, la supervisión de procesos industriales, la exploración submarina, los sistemas de seguridad y vigilancia, la investigación del espacio, la astronomía, el control del tráfico, la meteorología, etc.

De toda la televisión, me interesa la que más debería estar al servicio de las personas, la que «consume» la mayoría silenciosa, la que entra gratis en todos los hogares, la que provoca cambios en el pensamiento social, la que favorece determinados comportamientos, la que configura la percepción de la realidad, la que selecciona, muestra y oculta, la que filtra, interpreta y distrae. Me interesa la televisión que nos atrapa: la televisión convencional; y, de ésta, especialmente los contenidos que no se consideran «ficción». Es decir, los que se presentan con la realidad como referencia. Centran mi atención, por consiguiente, tanto desde la óptica del interés por los mensajes y la confianza que el receptor llega a depositar en ellos, como desde la óptica de la producción de los objetos televisivos y de su función comunicativa —que, como es evidente, son conceptos vinculados—. Me apasioné por esos asuntos cuando, como profesional del medio, me preguntaba cuáles son las claves de la producción de discursos. Lo explicaré más adelante.

La razón final que me estimula es siempre la misma obsesión. ¿La televisión resulta útil al espectador? ¿Mejora como instrumento social de servicio? A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, los progresos que ha experimentado el medio desde la perspectiva de la tecnología han sido enormes. Muchas interpretaciones nos han mostrado esos adelantos como un servicio a las personas. Así, la posibilidad de transmitir imágenes por las bandas VHF y UHF en los años cincuenta, que permitió más canales de trabajo, se interpretó como una mejora de la propagación. El acuerdo de la mayor parte de los países de Europa occidental para adoptar un estándar de 625 líneas hizo posible el intercambio y la emisión múltiple de contenidos. Los adelantos en las técnicas de construcción de cámaras permitieron equipos más estables y con mejores prestaciones, y los progresos en la producción de aparatos receptores, más seguros y económicos, contribuyeron de un modo decisivo a la popularización del medio entre el gran público durante la década de los sesenta. No obstante, hay que recordar que, a finales de 1956, en pleno franquismo, cuando TVE ya empezaba a emitir regularmente, en el área de Madrid no había más de seiscientos receptores de televisión. Hasta hace cincuenta años —anteayer, como quien dice—, la televisión no empezó a entrar en las vidas de nuestros abuelos y de nuestros padres. A partir de entonces, toda una generación creció y entendió el mundo a través de la televisión, del mismo modo que los jóvenes de hoy no pueden concebirlo sin la «natural» presencia de las redes sociales. Como es obvio, sólo puede entenderse como una mejora —de fondo, aquella dura pugna entre los defensores de los sistemas NTSC, SECAM y PAL— la transmisión generalizada de imágenes en color, ya en el último tercio del siglo XX. A los adelantos en las condiciones de captura y recepción de la señal, debemos añadir posteriormente el gigantesco paso adelante que supuso la aparición de los satélites para su transporte y difusión. En 1987, British Telecom anunció que había 133 satélites de comunicación operando por todo el mundo. De ésos, catorce Intelsat daban servicio a 160 países. Actualmente, la recepción directa satélite/usuario DBS, Direct Broadcast Satellite, es ya una realidad completamente consolidada. Y los adelantos continúan: el acceso a los contenidos a través de la red, la alta definición, la tridimensionalidad, la posibilidad de conectar el televisor a Internet…

Por supuesto, todo eso son mejoras que los medios de las telecomunicaciones ofrecen al receptor, como también lo son el mando a distancia, el teletexto, el vídeo doméstico, el transporte por cable, las técnicas de digitalización y de compresión que aumentan exponencialmente la capacidad de difundir y transportar la señal, la fibra óptica, la televisión digital terrestre, las pantallas planas de 16x9, de plasma o de cristal líquido LCD, LED, los televisores 3D, etc. La lista de novedades es inacabable. He aquí un progreso espectacular. Indiscutible. Pero, como espectadores de televisión, ¿debe interesarnos solamente tener la última generación de aparatos de la revolución digital? ¿Es lógico que la gente se preocupe por la tecnología de la captura y de la emisión y que, en cambio, se muestre indiferente o poco sensible al tipo de contenidos que le ofrecen?

A la mejora experimentada en tecnología y equipamientos no le corresponde una mejora comparable de los contenidos que emiten los operadores de la televisión generalista. Este punto me ha llamado la atención. Me concierne directamente como productor de contenidos para la televisión. Pero también como ciudadano de la democracia. La historia de la televisión debe ser también la historia y el porqué de sus discursos. Hay que saber, en defensa de los intereses de la población, por qué tiene una consideración tan baja el parámetro de la calidad en el proceso productivo de la industria mediática audiovisual. Mis reflexiones no resolverán todos esos interrogantes, pero es claramente necesario encontrar líneas de análisis que permitan encarar algunas respuestas. Necesitamos instrumentos útiles en beneficio de una televisión de mayor calidad, porque de poco sirve la tecnología de última generación si no se utiliza de un modo responsable, pensando en los intereses del conjunto de los seres humanos.

Empecé a ejercer profesionalmente la comunicación mediática en 1968, y hace más de quince años que abandoné cualquier tipo de actuación vinculada con la producción televisiva. La causa fue, exclusivamente, mi progresiva discrepancia con la evolución del discurso de la televisión, como consecuencia de la manera como se nos plantea hoy la gestión del medio. Fue una decisión dolorosa. Amo la televisión, y el divorcio al que nos abocó el destino comporta una abstinencia que no ha sido del todo fácil sobrellevar. Por fortuna, siempre he hallado cobijo en el medio radiofónico. Un excelente refugio. En la radio hay más fidelidad.

Mis inicios profesionales me remiten a Radio Barcelona, de la Cadena SER, donde empecé a colaborar en 1968 presentando Los cuarenta principales. Más tarde, tuve el placer de formar parte del equipo de Vicente Marco en aquel inolvidable Carrusel Deportivo y de seguir aprendiendo el oficio, junto al irrepetible José María García, en la no menos inolvidable Hora 25 de Martín Ferrand.

Fue Juan José González quien me abrió las puertas de TVE y la posibilidad de continuar progresando en Polideportivo, Sobre el terreno y Buenas noches. Dirigí Siete Días 2, produje Un paseo por el tiempo y fui el responsable de Mano a mano en Prado del Rey. Presenté la gala de los Premios Ondas, narré eventos sociales, culturales y deportivos de todo orden y experimenté la impagable satisfacción de encauzar apasionadamente todo mi esfuerzo en proyectos cuyo atractivo no languidecía jamás. Con la recuperación de las primeras libertades, desarrollé proyectos audiovisuales en catalán a partir de 1976. Dan fe de ello Vostè pregunta, Vostè jutja, La vida en un xip, Un tomb per la vida, Tres pics i repicó, El joc del segle, La granja y Estació d’enllaç, así como 2.500 transmisiones radiofónicas de partidos de fútbol. La televisión de Cataluña, TV3, y Catalunya Ràdio me han ofrecido los escaparates para proyectarme profesionalmente durante los últimos veinticinco años.

Hace tiempo, una tarde de primavera, un alto directivo de una cadena de televisión que trataba de contratarme me dijo claramente que no le importaban los contenidos con los que yo pudiera confeccionar mi programa, que lo único que le interesaba era la audiencia que fuera capaz de capturar. Confieso que su cruel sinceridad me dejó abatido. No pude continuar conversando con él. Ese día no solamente renuncié a un contrato más, también renuncié al medio. A la vista de cómo ha evolucionado la televisión durante la última década, puedo asegurar que jamás se me ha ocurrido pensar que aquella tarde adoptara una decisión equivocada. Así pasé, decididamente, del ámbito de la producción de contenidos al ámbito de la observación y de la reflexión sobre ellos. Eso último tampoco era del todo nuevo para mí, puesto que los materiales de la confección del discurso siempre habían despertado mi interés.

Ya he dicho antes que explicaría los motivos que, como profesional del medio —preocupado por la trascendencia social de la aspersión mediática— desvelaron mi curiosidad por el análisis de los mensajes y su nivel de confianza. De hecho, los motivos son muchos y muy diversos. Alguno surgió hace tiempo, en los años setenta, justo al término de la dictadura, cuando con Manolo G. Terán y muchos otros compañeros hicimos los primeros programas radiofónicos de opinión, en Radio Barcelona. En un programa llamado Directo (que más adelante pasó a llamarse Hora 13 y fue el referente para Hora 25), Castelló Rovira tenía un colaborador que acababa de publicar Semiótica y comunicación de masas (Barcelona, Península, 1976). La lectura de esa obra sugerente e innovadora ya entonces despertó en mí el gusanillo de explorar y analizar «la manera» como trabajábamos en la radio y la televisión. Más adelante, otras lecturas me han servido de estímulo para seguir profundizando en la investigación de la comunicación y el lenguaje que la articula.

Pero sería injusto y faltaría a la verdad si no señalara como una causa definitiva de mi interés por sistematizar el conocimiento del oficio, precisamente, la necesidad de explicar a los compañeros de mis equipos de trabajo el sentido de los formatos de nuestros programas y las razones de los modelos de producción que utilizábamos. Formatos propios y modelos eficientes son la base sobre la que se asientan la personalidad y el estilo que imprimen carácter y conducen al éxito. O al prestigio, según se mire. Así pues, desde finales de los noventa me he dedicado progresivamente al análisis de la comunicación de masas y específicamente a la observación de los mensajes televisivos. En este empeño me he visto siempre auxiliado por mi leal asistente Albert Mora y por otros colaboradores y amigos, como los colegas de mis equipos de trabajo o los compañeros de mi pequeño taller, que me han prestado la ayuda y el empuje imprescindibles. En el momento de empezar a presentar en público una parte de la obra resultante de este proceso de reflexión, debo decir que en este tránsito hacia el mundo teórico he gozado del estímulo permanente de mi maestro y amigo Sebastià Serrano i Farrera. Leer sus trabajos —y sobre todo contrastar nuestras visiones y escuchar sus comentarios, que han llenado largas conversaciones durante los últimos años— ha representado para mí, además de un aprendizaje continuado, una fuente permanente de contraste e interrelación de informaciones.

Desde el punto de vista de la teoría de la ciencia, el estado de la investigación en el espacio de la comunicación y, más concretamente, de la comunicación para receptores masivos puede invitarnos a pensar que la situación aún es precaria tanto respecto al análisis de los datos como respecto al aparato teórico. Encontramos limitaciones en las dos vertientes, ya sea en el apartado conceptual (nos falta una definición precisa de buena parte de los conceptos básicos) o en el formal (a pesar del esfuerzo destacable de muchos investigadores). Quiero recordar la teoría funcionalista del trabajo pionero de C. E. Shannon y W. Weaver A Mathematical Theory of Communication (en castellano: Teoría matemática de la comunicación, traducción de Tomás Bethencourt Machado, Madrid, Ediciones Forja S. A., 1981) y sus propuestas de un modelo conceptual y de una métrica para someter la realidad comunicativa a los rigores del método científico. Otros estudios han ido enriqueciendo el corpus teórico de nuestra disciplina en el transcurso de las últimas décadas. Situados ya a inicios del siglo XXI, estamos en condiciones de reclamar, para analizar el tema de la comunicación, un paradigma verdaderamente interdisciplinario con aportaciones de la ciencia cognitiva, de la neurociencia, de la psicología evolucionista, de las tecnologías de la información y de la comunicación (las TIC), de la genética y de la economía de la información. Estas disciplinas, desarrolladas en los últimos decenios, deben contribuir realmente a derribar uno de los muros de mayor valor simbólico, el que ha separado tradicionalmente las ciencias de las humanidades en el territorio del conocimiento. Y la comunicación ha influido más que cualquier otro espacio epistemológico en la caída de este muro. La ciencia cognitiva ha conseguido abarcar el mundo de la mente y enraizarlo en el firme subsuelo del mundo físico mediante conceptos básicos como los de información, computación y feedback. La percepción, la memoria, las imágenes, el razonamiento, la toma de decisiones y el lenguaje de la conversación pueden estudiarse a partir de estos conceptos. La inteligencia, la imaginación o la creatividad están relacionadas con el procesamiento de los contenidos enviados y recibidos (lo que llamamos información.)

Conocemos, además, formalismos que nos permiten generar una variedad infinita de objetos y de comportamientos. En ese sentido, nos encontramos más cerca de convertir en realidad el sueño de reconstruir racionalmente los procesos de producción de mensajes o de articulación del pensamiento y determinación de la conducta mediante unos programas combinatorios finitos de la mente. La ciencia cognitiva viene a presentarnos la mente humana, nuestra mente, como un sistema muy complejo compuesto por diversos elementos que interactúan. Una sociedad, una cultura o el mundo entero serían como una red, como un cerebro en el que nuestra mente es una neurona. De hecho, «nosotros seríamos las neuronas del cerebro planetario», me dijo una tarde Serrano. ¿No es cierto que llegados a este punto se nos dispara el estímulo de la curiosidad y nuestra imaginación echa a volar?

En este nuevo paradigma que vamos configurando al inicio de este tercer milenio, la neurociencia juega un papel decisivo. Y éste sí que nos parece —también a los que somos aprendices en la materia— un escenario de ensueño. Se sabe que nuestras emociones, nuestros pensamientos, las alegrías, los deseos o las incertidumbres (la base de nuestros comportamientos, desde la percepción hasta la actividad) no son más que funciones fisiológicas de nuestros cerebros. Así, la motivación, la adicción, el interés, la atención o la apatía corresponden a estados cerebrales. Podríamos afirmar que el procesamiento de mensajes en el cerebro es propio de la actividad mental y que esta actividad depende directamente de la fisiología de este cerebro, dependiente en buena parte, a su vez, de equilibrios o turbulencias químicas. La correcta circulación de sustancias como la dopamina, la serotonina o la oxitocina pueden favorecer estados de motivación, de bienestar emocional, de atención, de disposición al aprendizaje o de gusto por desarrollar actividades creativas. Reconocer rostros, implicarse en una interacción verbal y no verbal, descubrir e interpretar las sutilezas presentes en las microexpresiones que se producen en las imágenes faciales o corporales es un arte que está codificado en las redes neuronales. Nuestros cerebros son los productores (y los receptores) de toda la avalancha de contenidos que llena el espacio de los canales.

Observemos ahora al espectador de la televisión. Imaginemos cómo los paisajes de las pantallas y la configuración de los mensajes suministrados desde los centros emisores deben proyectarse, gracias a los cerebros, en las mentes de las personas que los ven. Y cómo se conforma toda la variedad de planos neuronales que se alojan en la caja craneal de los televidentes. Eso debe ser la neurotelevisión. Tal como andan las cosas, podría acabar por convertirse en una rama obligatoria de los estudios de la neurociencia en un futuro no lejano. Podremos observar espacios, territorios, formas y colores fascinantes en los que encontraremos (mediante tecnologías adecuadas, TEP o RMC u otras de última generación) las claves del interés, la adicción o la apatía. Pero, si somos más ambiciosos, podríamos preguntarnos si, con esos instrumentos, también podríamos llegar a discernir la poca o mucha credibilidad que un determinado emisor despierta en un receptor, la confianza, la repulsión o la indiferencia… Y eso, si acaba siendo así, ¡sería extraordinario! Podríamos entonces llamar por su nombre a todas aquellas características que ahora definimos torpemente con expresiones como atracción, curiosidad o captación de la atención, o con frases más legas, que usamos a menudo, como cuando decimos que un presentador traspasa la pantalla o tiene ángel… Sabríamos de una vez por todas qué hace realmente que suba el share, por qué no son del gusto de la mayoría determinados programas o por qué, ante la pantalla —tal como ocurre con la interacción cara a cara, con las habilidades musicales o con los efectos del consumo de alcohol y tabaco—, no todas las personas respondemos del mismo modo.

De nuevo me apetece hacer volar la imaginación. Persistamos en la interrogación, pues, y situémonos frente a la hipótesis de la manipulación del receptor por efecto de la propagación de falsedades. (¿No es cierto que esta suposición la hará suya sin esfuerzo alguno cualquiera de nosotros si es un consumidor habitual de medios?) Desde la óptica de la psicología evolutiva, podemos preguntarnos si una adecuada adaptación al tiempo de la aspersión mediática múltiple no requerirá que nuestros cerebros (o mejor dicho, los de nuestros hijos) desplieguen programas multifuncionales en los que deberían tener un papel preponderante los detectores de mentiras. Serrano nos dice que sería fantástico que nos programasen para poder localizar el engaño o la manipulación que sufrimos cuando recibimos discursos interpersonales. Y también colectivos, añadiría yo. Sí, sería extraordinario. Al fin y al cabo, la evolución, la más sabia de las diseñadoras, estimuló el desarrollo de programas complejos (ahora ya muy muy lejanos) y extremadamente atractivos en los cerebros de nuestros antepasados. Pensemos en programas tan preciosos como la visión en color, la sonrisa, la seducción, el enamoramiento… o los celos. Una tarea bastante difícil, por cierto. Y aun así, se consiguió. Pues bien, la imagen en movimiento que muy de vez en cuando pasa por las pantallas condicionará la evolución de la neuropsicología en las sociedades (o en la sociedad) del futuro. La televisión nos influye. Es imposible precisar hasta qué punto. ¿Es una exageración afirmar que debemos tener en cuenta el riesgo de una posible desestructuración cerebral (como nos sugiere Weingartner en la película Un juego de inteligencia) como consecuencia de las turbulencias emocionales relacionadas con el procesamiento de un volumen excesivo de mensajes, muchos de los cuales pueden ser, si no hacemos nada para remediarlo, nocivos o de baja calidad? ¿Se trata de un tremendismo alarmista —impropio del crédito que se me pueda haber concedido— hablar aquí del mensaje televisivo como un atentado aniquilador de la sensibilidad moral del espectador? Yo no me atrevería a afirmarlo. Pero no lo sé. No obstante, hay que confiar en que (como ya ha ocurrido otras veces a lo largo de la evolución) la adaptación a realidades muy problemáticas acabe enriqueciendo —y mucho— los programas cerebrales y sus correspondientes competencias mentales.

Estas disciplinas, junto con otras como la psicología social, la economía de la información, la lingüística o las tecnologías de la información y de la comunicación, configuran el nuevo paradigma que tendrá que dar resultados muy positivos para formular modelos bien elaborados con unos refinamientos teóricos que hoy en día aún nos resultan difícilmente imaginables. Justo al contrario de lo que nos ocurre con el descrédito general de una gran parte de la oferta televisiva actual en el prime time y también en el day time. No nos resulta nada difícil imaginarlo, porque ese descrédito lo sufrimos día a día.

El lector debe haber notado ya que desde hace rato el texto deja entrever una idea clave. Me refiero a la trascendencia social de la praxis mediática y, concretamente, de la televisión. Nos encontramos ante un fenómeno que tiene una fuerza descomunal. A lo largo de mi actividad como industrial del medio televisivo y como responsable de proyectos competitivos en el prime time de la programación, he ido consolidando la idea de que ni en el sector público ni en el privado debería ser posible el ejercicio de la actividad televisiva —sobre todo en abierto— sin tener presente la responsabilidad social que comporta. El discurso de la televisión influye mucho sobre las personas, y desde una perspectiva social no podemos analizarlo sólo como el resultado de la aplicación de un sistema gramatical que lo organiza. Es necesario que veamos también por qué es así y no de otro modo. Y yo no quiero renunciar en la formulación de mi propuesta al interés social. Acepto que incorporar este parámetro comporta el riesgo de entrar en el terreno de las opiniones. Pero creo que resulta imprescindible cuando se aborda la observación del discurso. El discurso es el que es no porque se genere «aleatoriamente» de un modo u otro. Hay un conjunto de poderosas razones —de fondo— que favorecen la producción de una clase de objetos televisivos, a la vez que impiden la producción de otros. Su influencia es tan decisiva que, dando un paso más de fácil razonamiento, podríamos decir que estos factores son el discurso. Yo, como profesional del periodismo, también me he encontrado, en ocasiones, próximo a presiones o compromisos problemáticos generados por las órbitas potentísimas que describen esta clase de factores. Es por eso que creo que no debemos obviarlos cuando analizamos la organización de la producción de contenidos.

Por todas estas razones y algunas más he escrito las páginas que vienen a continuación. Para introducirme en las técnicas de la escritura de un libro como éste he necesitado un tiempo. ¡La praxis profesional me sigue cautivando y me ha obligado a tanto que no siempre ha resultado fácil para mí encontrar un hueco para la teoría! Afrontar el reto de producir programas de televisión o de radio, con la condición (no el objetivo) de obtener siempre el máximo rendimiento de audiencia, es un propósito que nos atrapa a cuantos amamos este oficio. Es un objetivo difícil, pero gratificante si se consigue. Muy gratificante. Si se aborda con pasión, este trabajo te arrastra. John Ford solía decir que, cuando tenía que hacer un western, se dejaba llevar por la euforia de la creatividad, se marchaba con la troupe y durante semanas y semanas perdía el interés por todo lo demás. Pues eso.

Por otra parte, debo admitir que, cuando empecé a reflexionar sobre el sentido de la actividad de los medios, me introduje en un bosque de complejidades y de argumentos cruzados. A medio camino entre la confianza y el desconcierto, la audacia y la duda, el entusiasmo y el miedo, poco a poco fui desgranando (a menudo intentando atenuar un fuerte impulso que —lo reconozco— me salía del estómago) toda una retahíla de razones que, como reflejo de la propia convicción (en mi opinión, suficientemente fundamentada en argumentos contrastados), puede que con alguna duda, me propongo presentar aquí. Reconozco en todo ello la fuerza del impulso de mi ánimo y de la indignación por el modo como algunos tratan el periodismo, y sobre todo la televisión. Una indignación que casi me abruma pesará sobre este texto. Yo amo el medio, y me duele ver cómo está ahora. Cuando alguien ha dedicado su vida, con auténtica pasión, a una actividad profesional tan sugerente como la comunicación mediática, le resulta casi imposible adoptar la frialdad del científico, por mucho que se esfuerce, en el momento de valorarla e intentar extraer conclusiones. Pesan mucho —seguramente demasiado— el conjunto de vivencias que, a lo largo de los años, han ido perfilando la propia experiencia profesional. Este negocio está lleno de gente poderosa que quiere manosear la profesión y moldearla a su gusto. ¡Y encima creen que tienen derecho a hacerlo! Algunos banqueros y empresarios creen ser virreyes. Y que el resto de los humanos somos feudatarios. Claro que, como contrapartida, también tenemos muy buenos profesionales, a menudo desaprovechados. En general, por desgracia, no son los que más mandan. Desde aquí los reconozco, sinceramente, con un respeto afectuoso. No se debe básicamente a ellos que no tengamos mejores servicios de comunicación colectivos. Las razones de estas deficiencias tienen otras claves.